México



La reforma energética, vuelta de tuerca al despojo contra los pueblos indios



Los cambios constitucionales propuestos por el Ejecutivo afectarán las tierras de los pueblos indígenas y ponen en riesgo, entre otros, el derecho al territorio y a la consulta.

Francisco López Bárcenas/desinformemonos.org

Las iniciativas de reforma constitucional en materia de producción energética y extracción del petróleo –tanto la que presentó el 31 de julio de 2013 el grupo Parlamentario del Partido Acción Nacional (PAN) en la Cámara de Senadores, como la presentada el 12 de agosto del 2013 por el presidente de la República ante el mismo órgano legislativo- representan una continuidad de la revolución de los ricos, como Carlos Tello y Jorge Ibarra denominan a la etapa neoliberal del capitalismo mundial.

En México, la revolución de los ricos tiene cerca de tres décadas de implementación y, a pesar de sus nocivos efectos en la mayor parte de la sociedad mexicana, ningún gobierno acierta a corregir el rumbo, sino al contrario, buscan profundizarlo para llevarlo hasta sus últimas consecuencias.

La primera etapa de la revolución de los ricos se mostró con toda su crudeza el 7 de noviembre de 1991, con la iniciativa de reformas al artículo 27 de la Constitución Federal, presentadas a la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión por Carlos Salinas de Gortari, entonces presidente de la República, con el fin de permitir la privatización de las tierras ejidales y comunales, y abrir la puerta legal para la entrada del capital privado en ellas. Las reformas se concretaron el 6 de enero del año siguiente, cuando los cambios propuestos por el presidente y aprobados por el Constituyente Permanente se publicaron en el Diario Oficial de la Federación.

El contenido de las reformas al artículo 27 fue de tal magnitud, que representaron el rompimiento del pacto social plasmado en la Constitución Federal de 1917 y afectaron profundamente la propiedad de los recursos naturales, incluida la tierra, el agua, los bosques y la minería.

Las iniciativas de reforma constitucional para permitir que la iniciativa privada participe en la producción de energía eléctrica y extracción del petróleo, apuntan en ese mismo sentido. Por eso se trata de la segunda etapa de la revolución de los ricos, con la cual se profundizará el saqueo de los recursos naturales del país. Aquí explicaremos la manera en que se fraguó la primera etapa de esta revolución de los ricos y los efectos que tiene sobre los recursos naturales de México; de igual manera, analizamos el contenido y posibles impactos de la segunda etapa de este proceso si las reformas propuestas llegan a aprobarse. Con estas propuestas como fondo se explora la relación que guardan con los derechos de los pueblos indígenas, especialmente en materia de territorio y recursos naturales y consulta.

La primera etapa de la revolución de los ricos

Las reformas introducidas al artículo 27 de la Constitución Federal representaron la culminación de un proyecto ampliamente acariciado por la burguesía mexicana, que hasta los años setentas se conformó con apoyar a los industriales agrícolas del norte del país. En esa década comenzaron el impulso de una agresiva política de las reformas que culminaron en 1992.

Desde febrero de 1971, la diputación panista de la XLII Legislatura propuso transformar el ejido en propiedad limitada, permitir la asociación de pequeños propietarios con capitalistas privados, declarar el fin del reparto agrario y crear tribunales que finiquitaran el reparto agrario. En aquel tiempo, dichas propuestas merecieron el rechazo priísta y hasta un ataque del ala de la Confederación Nacional Campesina (CNC) contra algunos diputados panistas que las impulsaron, entre ellos los hermanos Álvaro y Diego Fernández de Ceballos.

La iniciativa panista no tuvo éxito, pero no por eso la demanda empresarial dejó de impulsar la reforma… desde el gobierno priista. En el año de 1979, el presidente José López Portillo envió al Congreso de la Unión la iniciativa de Ley de Fomento Agropecuario, que fue aprobada el 27 de diciembre de 1980. En ella, por primera vez en la historia del siglo XX, se admitió la firma de contratos entre propietarios capitalistas y ejidos, lo que permitió a los primeros el aprovechamiento de las tierras de los segundos.

La reforma fue un avance pero no satisfizo a los empresarios, que iniciaron una embestida para conseguir sus propósitos. Auspiciados por el Consejo Coordinador Empresarial, en 1984, durante el periodo presidencial de Miguel de la Madrid, crearon el Consejo Nacional Agropecuario, que aglutinó a las asociaciones agrícolas, agroindustriales y ganaderas. Fue en ese mismo sexenio cuando más certificados de inafectabilidad se entregaron a los empresarios agropecuarios. Antes de ello, se extendieron 193 mil 097 certificados de diversa índole, pero en esos seis años de gobierno madridista se entregaron 293 mil 884, de ellos 80 mil en 1987, un año antes del relevo presidencial.

El Consejo Nacional Agropecuario se encargó también de apuntalar las demandas de sus miembros. En 1988, cuando inició el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, sostuvieron que la modernización del campo requería dar por terminado el reparto agrario, rediseñar el ejido para permitir su capitalización y combatir el minifundio con los mismos fines. Para 1990, recomendaron eliminar del cuerpo de la ley los apartados que fundamentaron jurídicamente el reparto agrario, flexibilizar el sistema ejidal con una clara y sostenida tendencia a la privatización y reconocer el derecho del ejidatario a arrendar su tierra. Cuando Carlos Salinas de Gortari presentó su iniciativa para reformar el artículo 27 constitucional, recogió sustancialmente los mismos argumentos: terminar con el reparto agrario, dar seguridad jurídica a la tenencia de la tierra y permitir el arrendamiento y venta de la tierra para capitalizarla. De esa manera se preparó el despojo a los ejidos y la conversión de su patrimonio, hasta entonces colectivo, en propiedad privada.

En ese inter, además, se negoció, aprobó y entró en vigencia el Tratado de Libre Comercio entre México, los Estados Unidos de Norteamérica y Canadá (TLCAN), que cerró el círculo que trazado sobre los recursos naturales de México. Si bien la reforma a la Constitución Federal y a diversas leyes reglamentarias ya permitían la intervención del capital extranjero, y establecieron las condiciones necesarias para que las empresas transnacionales se apropien de la riqueza natural de México, sin tener casi ningún problema, el TLC les permitió eludir los aspectos derivados de la soberanía nacional, al tiempo que permitió que las empresas pusieran las condiciones en que deseaban operar, con lo cual el Estado dejó de ser nacional para convertirse en un Estado de competencia. De ahí en adelante, sin necesidad de reforma, se nulificaron los efectos de la cláusula Calvo, punto clave de la protección de la soberanía de los Estados y, bajo el rubro de protección a la inversión extranjera del capítulo 11 del TLCAN, el Estado mexicano renunció a su derecho soberano para someter a juicio a las transnacionales si no se ajustaban a las normas aprobadas al interior de Estado.

Las reformas introducidas a la Constitución y el Tratado de Libre Comercio se convirtieron en las bases de las nuevas instituciones y las normas jurídicas, que dieron sustento y legitimidad al nuevo sistema de acumulación pues, como sugiere Joachim Hirsch, ni los mecanismos del libre mercado, ni la existencia de un Estado centralizado son suficientes para garantizarlo; forzosamente necesitan de normas e instituciones ad hoc que lo hagan de manera permanente, pues “el proceso de acumulación […] presenta una estabilidad y continuidad relativa cuando está enmarcado en una red de instituciones y normas de la sociedad, que se encargan de que las personas se comporten en concordancia con las respectivas condiciones de acumulación, o sea, que practiquen los correspondientes modos de trabajo, vida y consumo, así como las formas determinadas de la representación de sus intereses”.

Para lograr lo anterior, con las bases introducidas en la reforma constitucional y las contenidas en el Tratado de Libre Comercio, se reformaron varias leyes enfocadas a crear el entramado institucional y normativo que necesitaron para sustentar el nuevo sistema de acumulación. Entre las varias leyes que fueron reformadas después de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos destaca la Ley Minera, la Ley  General de Bienes Nacionales, la Ley Agraria, la Ley General de Equilibrio Ecológico y Protección al Ambiente, la Ley General para la Prevención y Gestión Integral de los Residuos, la Ley de Aguas Nacionales, la Ley Federal de Derechos, la Ley de Inversión Extranjera y el Código Civil, sin contar los reglamentos de varias de ellas.

La segunda etapa de la revolución de los ricos

Con la reforma energética la historia se repite. La iniciativa de reforma del presidente de la República propone modificar una parte del párrafo sexto del artículo 27 de la Constitución Federal, así como el cuarto del artículo 28, los cuales guardan relación con otros artículos constitucionales. Aunque en la propuesta de reforma no se dice, al modificarlos se cambia también el sentido y alcance de los relacionados. Colocado en la parte que regula el aprovechamiento de los recursos naturales, la parte del artículo 27 a modificar expresa: “Tratándose del petróleo y de los carburos de hidrógeno sólidos, líquidos o gaseosos o de minerales radioactivos, no se otorgarán concesiones ni contratos, ni subsistirán los que en su caso se hayan otorgado, y la Nación llevará a cabo la explotación de esos productos en los términos que señale la Ley Reglamentaria respectiva”. Y en un segundo párrafo determina que “corresponde exclusivamente a la Nación generar, conducir, transformar, distribuir y abastecer energía eléctrica que tenga por objeto la prestación de servicio público. En esta materia no se otorgarán concesiones a los particulares y la Nación aprovechará los bienes y recursos naturales que se requieran para dichos fines”.

La prohibición de otorgar concesiones para el aprovechamiento del petróleo y la generación de energía tiene sentido histórico porque, de acuerdo con la Constitución aprobada por el Congreso Constituyente de 1917, los recursos naturales son propiedad de la nación y solo de manera excepcional –cuando el Estado no tiene capacidad para hacerlo por él mismo- puede permitirse a los particulares que los exploten, para lo cual el Estado debe otorgarles concesiones. Pero tratándose de los recursos que en la norma se anuncian, se prohibió otorgar concesiones.

El objetivo de estas medidas, según plasmaron los propios constituyentes -en el mismo párrafo tercero del artículo 27 constitucional-, fue que sirvieran para “el beneficio social, el aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de apropiación, con objeto de hacer una distribución equitativa de la riqueza pública, cuidar de su conservación, lograr el desarrollo equilibrado del país y el mejoramiento de las condiciones de vida de la población rural y urbana”.

La reforma que el presidente de la República envió al Congreso de la Unión propone que esta disposición quede como sigue: “Tratándose del petróleo y de los carburos de hidrógeno sólidos, líquidos o gaseosos, no se expedirán concesiones y la Ley Reglamentaria respectiva determinará la forma en que la nación llevará a cabo las explotaciones de estos productos”. El segundo párrafo por su parte, diría que: “Corresponde exclusivamente a la Nación el control del sistema eléctrico nacional, así como el servicio público de transmisión y distribución de energía eléctrica; en dichas actividades no se otorgaran concesiones, sin perjuicio de que el Estado pueda celebrar contratos con particulares en los términos que establezcan las leyes, mismas que determinarán la forma en que podrán participar en las demás actividades de la industria eléctrica”.

El cambio es sutil pero profundo. Del primer párrafo sólo se suprime la palabra contratos, por lo cual, de aprobarse la reforma en estos términos, en la explotación del petróleo, carburos de hidrógeno sólidos, líquidos o gaseosos, no se otorgarán concesiones a los particulares para que los exploten por ellos mismos, pero sí podrían suscribirse contratos con ellos para que lo hagan. No se sabe qué tipo de contratos pueden suscribirse porque eso se contendrá en la Ley Reglamentaria, que se discutirá y aprobará después de la reforma. El presidente no envió la ley junto con ella, seguramente para evitar el debate sobre la naturaleza de los contratos y aprobarlos cuando ya no tenga reversa la modificación.

Algunos conocedores como Adrian Lajous –ex-director de Petróleos Mexicanos (Pemex)- afirman que el tipo de contratos pueden ser los llamados “de utilidad compartida”, una variante de la familia de los contratos de producción compartida. Se diferencian, por el momento, en el que el título de propiedad sobre los hidrocarburos pasa a manos privadas.

En el caso de los contratos de producción compartida, el título de propiedad se transfiere una vez extraídos, jamás en el subsuelo, mientras en la propuesta presidencial lo que se establece es que una empresa comercializadora estatal, que no es propiedad de Pemex, venderá los hidrocarburos y entregará el producto de la venta a un fideicomiso público. Éste garantizará y liquidará en efectivo los costos y las utilidades de la exploración, desarrollo y producción al contratista. En síntesis, los contratos permitirán a las empresas privadas -sin obtener la propiedad del petróleo y sin obtener concesiones para explotarlo, que las obligarían a extraer por ellas mismas el petróleo del subsuelo-, participar de los beneficios de la extracción del mismo, que es lo que finalmente les interesa.

El cambio del segundo párrafo también resulta muy tenue, pero sustancial. De ella se suprime la palabra “generar”, con lo cual la producción de cualquier tipo de energía –hidroeléctrica, eólica o solar- deja de ser una actividad que corresponde exclusivamente a la nación, con lo cual se abre el camino para la intromisión de las empresas privadas en esa actividad. Lo que sí corresponde exclusivamente a la nación es la transmisión y distribución de la energía, caso en el que tampoco se otorgarán concesiones a los particulares, pero el Estado sí podrá celebrar contratos con ellos para que participen. Esto, más que una limitación a las empresas, resulta un privilegio, ya que no tendrán que preocuparse por el mantenimiento de la red de energía eléctrica pues eso lo hará el Estado, naturalmente, usando el presupuesto público para ello.

Evidentemente interesa a las empresas privadas la generación de energía hidroeléctrica, pero aún más la eólica, que se introdujo en nuestro país causando muchos problemas sociales, por el despojo de tierras que conlleva, pero también por la contaminación y la destrucción del medio ambiente y los lugares sagrados de los pueblos indígenas.

A la fecha operan varios proyectos eólicos en diversas partes del país: 15 en el estado de Oaxaca, uno en Baja California y uno en Chiapas. Además, están en desarrollo otros 18: nueve en Oaxaca, cinco en Baja California y dos en Jalisco, y el resto en Zacatecas y Quintana Roo. La mayoría de ellos se proyectan sobre territorios indígenas. Todos los proyectos son importantes, pero ninguno del tamaño del que se asienta en el Istmo de Tehuantepec, concebido en el marco del proyecto Mesoamérica, manejado por la empresa española Mareña Renovables y que se consolidará como el mayor parque eólico de México y uno de los más grandes de América Latina: 132 torres con aerogeneradores y una línea de transmisión de 52 kilómetros para conectar el parque con la red eléctrica.

Veamos ahora el artículo 28, que en su versión actual expresa: “No constituirán monopolios las funciones que el Estado ejerza de manera exclusiva en las siguientes áreas estratégicas: correos, telégrafos y radiotelegrafía; petróleo y los demás hidrocarburos; petroquímica básica; minerales radioactivos y generación de energía nuclear; electricidad y las actividades que expresamente señalen las leyes que expida el Congreso de la Unión”. La iniciativa de reforma del presidente de la República propone que solamente diga: “Tratándose de electricidad, petróleo y demás hidrocarburos, se estará a lo dispuesto por el artículo 27 párrafo sexto de esta Constitución”. Para fines jurídicos, el texto propuesto resulta inútil porque, aunque no se exprese, es obvio que se estará a lo que disponga el artículo 27, pues de otra manera se actúa fuera del mandato constitucional y eso pone en riesgo las inversiones y ganancias de las empresas.

Lo más importante no es lo que se dice, sino lo que se omite. Al modificar el texto para que la explotación del petróleo y la generación de energía eléctrica dejen de ser áreas estratégicas, estas actividades sí constituirán monopolios si el Estado las realiza de manera exclusiva, por tanto, queda obligado constitucionalmente a permitir la participación de la iniciativa privada, sin que exista posibilidad de eludir esa carga. Además de ello, las áreas estratégicas guardan relación con la rectoría del Estado. Lo reglamenta el artículo 25 de la Constitución, cuyo primer párrafo establece que “corresponde al Estado la rectoría del desarrollo nacional para garantizar que éste sea integral y sustentable, que fortalezca la Soberanía de la Nación y su régimen democrático y que, mediante el fomento del crecimiento económico y el empleo y una más justa distribución del ingreso y la riqueza, permita el pleno ejercicio de la libertad y la dignidad de los individuos, grupos y clases sociales, cuya seguridad protege esta Constitución”.

Un segundo contenido del artículo 25 es el relativo a las facultades exclusivas del Estado en el desarrollo nacional, y es el que guarda una relación más directa con las reforma propuestas por la presidencia. El párrafo cuarto expresa que “el sector público tendrá a su cargo, de manera exclusiva, las áreas estratégicas que se señalan en el Artículo 28, párrafo cuarto de la Constitución, manteniendo siempre el Gobierno Federal la propiedad y el control sobre los organismos que en su caso se establezcan”. Las áreas estratégicas, como ya anotamos, entre otras son el petróleo y la electricidad, que con la reforma dejarán de serlo y por lo tanto dejarán de ser una actividad exclusiva del sector público.

El cambio es sustancial. El concepto de áreas estratégicas expresa que “el sentido del Constituyente mexicano quiso que fuera el Estado el que atendiera de manera exclusiva dichas áreas de la economía, para garantizar que su manejo estuviera vinculado siempre a los objetivos fundamentales de la nación mexicana en materia de desarrollo económico y bienestar general”; por tanto, “ninguna de las áreas calificadas como estratégicas por la Constitución debería manejarse con criterios empresariales, sino también buscando el beneficio de todos los mexicanos”, que es el objetivo fijado por el Congreso Constituyente para la explotación de los recursos naturales.

Los pueblos indígenas y la revolución de los ricos

Aunque no se les nombra, la revolución de los ricos, tanto en su primera etapa como en la segunda, afecta a los pueblos indígenas de varias maneras.

El día 7 de junio de 1989 el presidente de la República firmó el Convenio 169 Sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes, auspiciado por la Organización Internacional del Trabajo (OIT); a su vez, el senado de la República mexicana, con la facultad que le otorga el artículo 79, fracción décima, de la Constitución, ratificó el documento internacional el 11 de julio de 1990. El presidente de la República depositó ante el director general de la OIT la ratificación del Convenio 169 el 4 de septiembre de 1990. Por disposición del artículo 38 del mismo Convenio, éste entró en vigor al año siguiente.

Es importante recordar que por mandato constitucional, establecido en el artículo 133 de la Carta Magna, todo tratado internacional firmado por el presidente de la República y ratificado por el Senado forma parte de nuestra “norma suprema” y ninguna ley federal o estatal puede contradecirlo. Todavía más, en el caso de que alguna de ellas lo hiciera, las autoridades encargadas de aplicarlas deben ajustar sus actos a las disposiciones del tratado, en este caso el Convenio 169. En ese mismo sentido se pronunció la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), al establecer que en orden jerárquico después de la Constitución Federal se encuentran los tratados internacionales y después las leyes federales.

Además de lo dispuesto en el artículo 133 y su interpretación por la Suprema Corte, el artículo primero de la propia Carta Magna expresa que “en los Estados Unidos Mexicanos todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidos en esta Constitución y en los tratados internacionales de los que el Estado Mexicano sea parte, así como de las garantías para su protección, cuyo ejercicio no podrá restringirse ni suspenderse, salvo en los casos y bajo las condiciones que esta Constitución establece”; que “las normas relativas a los derechos humanos se interpretarán de conformidad con esta Constitución y con los tratados internacionales de la materia, favoreciendo en todo tiempo a las personas la protección más amplia” y que “todas las autoridades, en el ámbito de sus competencias, tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad. En consecuencia, el Estado deberá prevenir, investigar, sancionar y reparar las violaciones a los derechos humanos, en los términos que establezca la ley”.

La disposición es importante porque si bien, de acuerdo con el artículo 133 constitucional ya citado, los tratados están por debajo de la Constitución Federal pero por encima de las leyes federales, tratándose de tratados sobre derechos humanos –en Convenio 169 lo es- estos se ubican al nivel de la Constitución Federal, como si de un solo documento se tratara. Una ventaja de esto es que no puede haber contradicción entre la Constitución y los tratados, porque deben interpretarse de manera sistemática; en caso de contradicción, debe aplicarse la norma más favorable a las personas –en este caso los pueblos indígenas- y todas las autoridades, incluyendo las de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial en sus diversos niveles, tienen la obligación de aplicarlos. En otras palabras, se amplía el ámbito espacial de aplicación de los tratados de los derechos humanos, así como el de las autoridades obligadas a respetarlos, lo que –de observarse esta disposición constitucional- reditúa en beneficio de los gobernados, en este caso los pueblos indígenas.

De igual manera, no se debe olvidar que la Convención de Viena Sobre el Derecho de los Tratados establece reglas en materia de interpretación. Este documento, en su artículo 31.1, contiene un principio que estipula que “un tratado deberá interpretarse de buena fe, conforme al sentido corriente que haya de atribuirse a los términos del tratado en el contexto de éstos y teniendo en cuenta su objeto y su fin”. De acuerdo con esta disposición, la base de interpretación de un tratado es su texto y su contexto. El primero porque constituye la auténtica expresión de las intenciones de las partes, el segundo porque explica el sentido de la obligación. Asimismo, el artículo 31.2 expresa que el contexto se compone por el texto mismo, su preámbulo y anexos si los hubiere. También ante la regla general de que se esté al sentido corriente que haya de atribuirse a los términos del tratado, en su numeral 31.4 establece una regla especial, la cual indica que “se dará a un término su sentido especial si consta que tal fue la intención de las partes”.

Un año después de que el mencionado Convenio 169 entró en vigor, el gobierno mexicano modificó el artículo 4º de la Constitución Federal para reconocer la existencia de los pueblos indígenas. Eso fue lo que se dijo, pero en el decreto del 28 de enero de 1992, lo que se publicó fue una norma declarativa de la pluriculturalidad de la nación mexicana, que tiene su sustento en la presencia originaria de los pueblos indígenas.

Cuando se introdujeron las reformas al artículo 27 como parte de la primera etapa de la revolución de los ricos, en la fracción séptima, párrafo segundo, se incorporó una norma donde se estableció que “la ley protegerá las tierras de los grupos indígenas”, sin que se expresara a qué tipo de protección se refiere y la manera en que se implementa.

En el año 2001, la Constitución Federal se volvió a reformar para modificar lo dispuesto en materia de derechos indígenas. El contenido del artículo 4° pasó al segundo, incorporando literalmente el contenido del artículo 1 del Convenio 169 de la OIT que describe lo que debe entenderse por pueblo indígena, además de las comunidades indígenas; de igual manera se incorporaron algunos derechos como el acceso preferente a los recursos naturales existentes en sus territorios y el derecho de los pueblos indígenas a la consulta, que importan en este caso.

En conclusión, con respecto a la reforma energética y los derechos de los pueblos indígenas, en la actualidad existen, tanto en el Convenio 169 de la OIT como en la Constitución Federal, la garantía de la existencia de los pueblos y las comunidades indígenas, el derecho de conservación de sus territorios, el acceso preferente a los recursos naturales que se encuentren en los lugares que habitan y el derecho a ser consultados. Se trata de derechos que resultan afectados directamente –y por lo mismo los analizaremos enseguida- pero no son los únicos, existen también el derecho a su cultura, al su desarrollo propio y a un medio ambiente sano, entre otros.

El Convenio 169 de la OIT, en su artículo primero, prescribe que se aplica “a los pueblos en países independientes, considerados indígenas por el hecho de descender de poblaciones que habitaban en el país o en una región geográfica a la que pertenece el país en la época de la conquista o la colonización o del establecimiento de las actuales fronteras estatales y que, cualquiera que sea su situación jurídica, conservan todas sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, o parte de ellas”. De esta manera, el Estado mexicano reconoció que entre los mexicanos, además de individuos, existen pueblos, y tienen derechos colectivos, diferentes a los de los individuos, entre los que figuran ser pueblos, tener su territorio y ser consultados cuando en ellos se pretendan realizar actos susceptibles de afectarles de alguna manera. En el año 2001 esta disposición pasó íntegra a la Constitución Federal.

Junto con los pueblos indígenas, la Constitución Federal mexicana también reconoce como sujetos de derecho a las comunidades que forman los pueblos indígenas, identificándolas como “aquéllas que formen una unidad social, económica y cultural, asentadas en un territorio y que reconocen autoridades propias de acuerdo con sus usos y costumbres”. Esta disposición ha sido muy controvertida por colocar a las comunidades indígenas como sujetos de derecho, en la misma condición jurídica que a los pueblos de los que forman parte, pues en la realidad social entre ambos existe una relación de generalidad a particularidad, donde la comunidad queda incluida dentro del pueblo y éste se estructura basándose en aquella. Reconocer una personalidad a las comunidades similar a la de los pueblos indígenas de los que forman parte puede llevar a situaciones donde las primeras se nieguen a formar parte de los segundos, y entonces estos queden desmembrados o en el mejor de los casos, divididos y sin poder reconstituirse. Lo correcto hubiera sido dotar al primero de la titularidad del derecho y a la segunda como el órgano a través del cual ejercerlo, como parte integrante de aquel. Así, las facultades de las comunidades serían delegadas por el pueblo indígena al que perteneciera.

Visto el reconocimiento de los pueblos indígenas, veamos ahora uno de los derechos de los derechos de los pueblos indígenas que pueden ser afectados por la reforma energética: el derecho al territorio. Como expresamos anteriormente, en 1992, cuando se modificó el artículo 27, se introdujo una norma que mandató una protección de las tierras de los grupos indígenas, sin especificar cuáles eran éstas y en qué consiste tal protección.

La solución se encuentra en lo dispuesto en el artículo 13 del Convenio 169 de la OIT, que expresa que los gobiernos tienen la obligación de “respetar la importancia especial que para las culturas y valores espirituales de los pueblos interesados reviste su relación con las tierras o territorios, o con ambos, según los casos, que ocupan o utilizan de alguna otra manera y en particular los aspectos colectivos de esa relación”. La misma disposición determina que “la utilización del término ‘tierras’  en los artículos 15 y 16 deberá incluir el concepto de territorios, lo que cubre la totalidad del hábitat de las regiones que los pueblos interesados ocupan o utilizan de alguna otra manera”.

De acuerdo con esta disposición el concepto de tierras indígenas es diferente al de tierras no indígenas; es sinónimo de territorio e incluye la totalidad del espacio y los recursos que existen en él que los pueblos ocupan o utilizan de alguna manera. Dicho de otra manera, el concepto de territorio incluye la tierra, las aguas, el medio ambiente, el espacio aéreo, los lugares de importancia cultural y lugares sagrados, cualquiera que sea su naturaleza, entre otros elementos. Al respecto, la doctrina jurídica internacional de los derechos indígenas se pronuncia en el sentido de que “es difícil separar el concepto de la relación de esos pueblos con sus tierras, territorios y recursos del concepto de sus diferencias y valores culturales.”

Es importante no perder de vista los conceptos de “ocupan o utilizan de alguna manera” porque con ellos, la protección que las normas del Convenio 169 brinda a los territorios indígenas no se reduce a los casos en que los pueblos indígenas sean propietarios de ellos, sino a todos los que ocupen o utilicen de alguna manera, lo que amplía la protección no sólo a la ocupación permanente sino a la temporal u ocasional. En otras palabras, los conceptos de ocupación o utilización del Convenio 169 no se equiparan al de posesión a que se refiere el derecho civil que requiere más requisitos -ocupación pública, pacífica, permanente, de buena fe y a título de dueño- sino a otra diferente, más amplia y con otros objetivos.

El Convenio 169 no exige que la ocupación sea pública, aunque se entiende que la mayoría de ellas lo sean, no tiene que ser permanente, se entiende que es de buena fe aunque puede no ser a título de dueño. En el derecho civil, la ocupación tiene sentido como medio para prescribir y obtener la propiedad, y en la del Convenio 169 proteger una relación especial para preservar las culturas y los valores espirituales de los pueblos indígenas.

El contenido del artículo 14 es más específico que el anterior. Si el primero se refiere al derecho de los pueblos indígenas a usar y ocupar sus territorios, éste se refiere al derecho de propiedad y posesión. El artículo consta de tres partes. La primera expresa que “deberá reconocerse a los pueblos interesados el derecho de propiedad y de posesión sobre las tierras que tradicionalmente ocupan”. Nótese que esta norma protege el derecho de propiedad o posesión, según el caso, pero no de la totalidad del hábitat que ocupan o utilizan de alguna manera, sino sólo de las tierras que tradicionalmente ocupan. El derecho es más específico y por lo mismos estrecho.

Otra parte de la misma norma expresa que “además, en los casos apropiados, deberán tomarse medidas para salvaguardar el derecho de los pueblos interesados a utilizar tierras que no estén exclusivamente ocupadas por ellos, pero a las que hayan tenido tradicionalmente acceso para sus actividades tradicionales y de subsistencia. A este respecto, deberá prestarse particular atención a la situación de los pueblos nómadas y de los agricultores itinerantes”. El contenido de esta norma busca regular supuestos donde las tierras ya no son poseídas sólo por los pueblos indígenas sino también por otros pueblos indígenas o incluso por grupos no indígenas y aquellos guardan una relación cultural o espiritual con las tierras, caso en que deberá protegerse su derecho a ocupar esas tierras, poniendo especial caso en los pueblos nómadas o agricultores itinerantes, como sería el caso de algunos pueblos indígenas del norte del país.

Las segunda y tercera partes del artículo establecen obligaciones a cargo de los gobiernos para proteger los anteriores derechos. En la segunda se expresa que “los gobiernos deberán tomar las medidas que sean necesarias para determinar las tierras que los pueblos interesados ocupan tradicionalmente y garantizar la protección efectiva de sus derechos de propiedad y posesión”; mientras en la tercera determina que “deberán instituirse procedimientos adecuados en el marco del sistema jurídico nacional para solucionar las reivindicaciones de tierras formuladas por los pueblos interesados. Una de esas medidas para proteger las tierras debe estar referida a las afectaciones que pudieran generar la explotación del petróleo o la generación de energía hidroeléctrica, eólica o solar, sin importar que sean propietarios, poseedores o usuarios de los lugares donde se puedan producir las afectaciones.

Lo anterior con respecto a los territorios, veamos ahora lo referente a los recursos naturales. A este respecto, el párrafo sexto del artículo 2° constitucional, establece que, como parte de su autonomía, los pueblos indígenas pueden “acceder, con respeto a las formas y modalidades de propiedad y tenencia de la tierra establecidas en esta Constitución y a las leyes de la materia, así como a los derechos adquiridos por terceros o por integrantes de la comunidad, al uso y disfrute preferente de los recursos naturales de los lugares que habitan y ocupan las comunidades, salvo aquellos que corresponden a las áreas estratégicas, en términos de esta Constitución. Para estos efectos las comunidades podrán asociarse en términos de ley.

Como hemos expresado anteriormente, hasta ahora los pueblos indígenas no tienen derecho de acceso preferente al petróleo ni a la energía porque son considerados áreas estratégicas, pero con la reforma que pretender privarlos de ese carácter, bien podrían los pueblos exigir que el petróleo o la energía que se pretenda producir en su territorio, antes que permitir que lo extraigan o la produzcan otras personas, les otorguen a ellos los permisos y las facilidades para hacerlo.

Sólo en el caso de caso de que los pueblos renuncien a su derecho preferente a la explotación del petróleo o a generar algún tipo de energía en su territorio, el Estado tendrá abierto el camino para otorgar concesiones o permisos a cualquier particular que quisiera hacerlo pero ante de ello tendría que consultar a los pueblos indígenas, según lo determina el Convenio 169 de la OIT, que en su artículo sexto expresa que al aplicar las disposiciones del Convenio, los gobiernos deberán “consultar a los pueblos interesados, mediante procedimientos apropiados y en particular a través de sus instituciones representativas, cada vez que se prevean medidas legislativas o administrativas susceptibles de afectarles directamente”.

Las consultas según dispone la misma norma jurídica, “deberán efectuarse de buena fe y de una manera apropiada a las circunstancias, con la finalidad de llegar a un acuerdo o lograr el consentimiento acerca de las medidas propuestas”.

Además de las anteriores disposiciones generales el artículo 15 del Convenio, contiene otras específicas, referidas a la protección especial de los naturales existentes en los territorios de los pueblos indígenas, incluidos aquellos casos en que pertenezcan al Estado. El mencionado artículo expresa que “los derechos de los pueblos interesados a los recursos naturales existentes en sus tierras deberán protegerse especialmente. Estos derechos comprenden el derecho de esos pueblos a participar en la utilización, administración y conservación de dichos recursos.

En caso de que pertenezca al Estado la propiedad de los minerales o de los recursos del subsuelo, o tenga derechos sobre otros recursos existentes en las tierras, los gobiernos deberán establecer o mantener procedimientos con miras a consultar a los pueblos interesados, a fin de determinar si los intereses de esos pueblos serían perjudicados y en qué medida, antes de emprender o autorizar cualquier programa de prospección o explotación de los recursos existentes en sus tierras. Los pueblos interesados deberán participar siempre que sea posible en los beneficios que reporten tales actividades, y percibir una indemnización equitativa por cualquier daño que puedan sufrir como resultado de esas actividades”.

Esta disposición es clara: aun cuando los recursos naturales sean propiedad del Estado –como es el caso del petróleo y de los recursos para la generación de energía eléctrica-, si se encuentran dentro de los territorios de los pueblos indígenas, tiene la obligación de consultarlos antes de realizar actos de administración, uso o disposición de ellos. Para ello, los gobiernos deben establecer procedimientos para consultar a los pueblos antes de otorgar las concesiones, lo mismo que antes de iniciar las actividades para la exploración o explotación, con el fin de saber si dichas concesiones los perjudicarán y en qué medida, para tomar medidas que eviten o mitiguen el perjuicio y si no fuera posible se les indemnice por las afectaciones que puedan sufrir. Ese es un objetivo de la consulta, el otro es participar de los beneficios que la actividad a realizar pueda aportar. Las iniciativas, al no contemplar dichos procedimientos violan los derechos de los pueblos indígenas.

Como puede verse, aunque no se les nombre, los pueblos indígenas serán afectados por la reforma petrolera y energética presentada por el Presidente de la república al Congreso de la Unión y que este se apresta a discutir. Con ella, de manera subrepticia, se les pretende seguir despojando, como actualmente sucede con sus territorios y algunos recursos naturales: la tierra, el agua, las minas, los bosques vía explotación y servicios ambientales, entre otros proyectos. Sería bueno que los pueblos reaccionaran ante esta situación y exigieran se les consultara antes de discutir y aprobar o desechar la propuesta presidencial. Sería bueno también que los políticos no olvidaran a los pueblos a la hora de tomar sus decisiones, pues al final esto generaría más problemas de los que ya se viven actualmente entre el estado y los pueblos indígenas por razones similares.



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